Festival Atlántida Film Fest. Sección “Atlas”. Director y guionista: Joel Potrykus. 97 minutos. Estados Unidos (2014). Con Joshua Burge, Joel Potrykus, Teri Ann Nelson.

Manu Yáñez

No es algo habitual encontrar un film estadounidense que, sin mayores alardes estilísticos, se atreva a subvertir los códigos de la narrativa clásica. Pese a las aparentes agresiones posmodernas, intergenéricas o ligadas al realismo que han florecido desde los años 90 (en la obra de Tarantino o Shyamalan, de Kelly Reichardt o Richard Linklater), el cine norteamericano sigue aferrado en su mayor parte a la ortodoxia y la previsibilidad. Desde mi punto de vista, son contadas las ocasiones en las que un cineasta yanqui abraza una cierta heterodoxia narrativa, al margen de los tres actos, renunciando a un arco fácilmente asimilable, abrazando la verdadera complejidad de la psicología humana. Hay algo de eso en películas fascinantes como Keane (2004) de Lodge Kerrigan, Frownland (2007) de Ronald Bronstein o Margaret (2011) de Kenneth Lonergan. Buzzard, la tercera entrega de la “trilogía animal” de Joel Potrykus –todavía no he visto Coyote y Ape, muero por hacerlo–, juega en esa liga y es con toda probabilidad la mejor película made in USA que he visto en 2015; en realidad, la mejor desde Boyhood.

Buzzard (gavilán en inglés) acompaña a Marty Jackitansky en una hilarante y terrorífica odisea desde su anodino día a día como empleado temporal de una oficina de prestamos hasta su fantasmagórica expulsión a los márgenes de la sociedad. La verdadera “ocupación” de Marty –interpretado con extraordinaria naturalidad por Joshua Burge– consiste en timar a pequeñísima escala a toda empresa o corporación que se cruce en su camino. Calificarlo de “pasión” resultaría excesivo. Marty ejecuta sus trapicheos –cerrar y abrir una cuenta para ganar 50 dólares; recoger un bocadillo de la basura de un McDonalds para conseguir otro gratis– con ánimo rutinario, aunque también se divisa un halo de orgullo en su desenvoltura. Como el Barry Egan de Punch Drunk-Love, de Paul Thomas Anderson, Marty intenta sacar provecho de los cupones promocionales de productos de supermercado, aunque su sueño no es dar la vuelta al mundo en avión gratis; se contenta con vivir en un templo/apartamento cochambroso dedicado al cine de terror de George A. Romero, Lamberto Bava o Wes Craven.

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En una de las escenas más brillantes de la película, un compañero de trabajo de Marty (llamado Derek e interpretado por el propio Potrykus) “inventa” un dispositivo alimentario consistente en depositar snacks de patata sobre una cinta de ejercicio físico para luego “cazarlos” con la boca. Todo funciona bien hasta que Marty, el suministrador de patatas, lanza una creciente montaña de snacks sobre el desprevenido Derek, que casi termina atragantado. Maravillosa reinvención low-cost de la tiránica máquina de comida de Tiempos modernos (1936), que convertía al desprevenido Charlot en la víctima inocente de una deshumanizadora utopía industrial.

La conexión podría parece casual si no fuera por la interesante relación entre los personajes de Marty y Charlot. Como apuntaba André Bazin en su incisiva observación de Charlot, el personaje creado por Chaplin no era en ningún caso un activista anti-sistema, sino ante todo una criatura asocial, caracterizada por su indiferencia respecto a los códigos del mundo civilizado: un superviviente del absurdo y el sinsentido. Marty tiene algo de todo eso, y Potykus le añade una capa de complejidad en dos escenas donde el personaje habla por teléfono con su madre e intenta aparentar que es un triunfador. “Ahora soy feliz; le gusto a todo el mundo”, reclama el personaje, revelando un anhelo secreto de normalidad, o quizás burlándose de nuestras ridículas ansias de aceptación. La ambigüedad es esencial para comprender la grandeza de Buzzard.

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En una escena clave de El circo (1928), un ladrón que intenta no ser pillado por la policía esconde una billetera llena de dinero en el bolsillo de Charlot. Al descubrirlo, el vagabundo vestido de gentleman decide comprar un montón de pasteles para saciar su hambre mientras sus torpes ademanes se convierten súbitamente en los de un hombre distinguido. En una escena clave de Buzzard, Marty trampea un cajero automático para cobrar unos cheques que no le pertenecen. Con 200 dólares en la mano, el vagabundo con pinta de skater decide pasar una noche en un hotel de lujo. Allí, en un extensísimo plano secuencia, Marty encarga al servicio de habitaciones un plato de pasta de 20 dólares que devora en la cama vestido con un albornoz blanco. El plano habría hecho las delicias de Andy Warhol y me trajo a la mente otra escena deglutidora protagonizada por el marido de El mercader de las cuatro estaciones (1971) de Fassbinder, otra película sobre la destrucción de un individuo a manos del aparato social.

No he mencionado todavía que uno de los leit motifs de Buzzard es la construcción por parte de Marty de una recreación del guante de cuchillas de Freddy Krueger, el villano de la saga de Pesadilla en Elm Street. Lo que al principio parece un entretenimiento inofensivo –un indicio más de la condición de nerd/niño-grande de Marty, la alegoría de un mundo post-adolescente–, irá adquiriendo una paradójica dimensión real a medida que Marty se vaya hundiendo en una pesadilla paranoica. Una espiral destructiva y alucinada que –menos Lynch y más Taxi Driver: vemos calcado aquel plano de De Niro sentado en el cine porno– se presenta filmada en planos medios y generales que permiten distinguir con claridad el lugar del personaje en su desolado entorno urbano. Llegada a un punto límite en el tránsito del protagonista por unos Estados Unidos de pobreza y marginación –son notorias las imágenes de un Detroit hundido en la quiebra social–, la película se adentra en un territorio limítrofe entre la realidad y la fantasía; una esfera que me trajo a la memoria los viajes por las ruinas del mundo moderno de diversos personajes del cine de Pier Paolo Pasolini.

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Por último, me gustaría destacar el interesante empleo del tiempo histórico que encontramos en Buzzard. La estrategia utilizada por Potrykus apunta a la confusión por acumulación de marcadores históricos. Los protagonistas son adeptos a los videojuegos ochenteros y los escenarios del film –cubículos de oficina, sucursales bancarias, subterráneos convertidos en paraísos nerd– parecen salidos de un purgatorio de la sociedad de consumo. Marty vive en la más absoluta inconsciencia respecto a los signos de nuestro tiempo: se sorprende cuando su jefa le comenta que las transacciones bancarias pueden ser rastreadas por canales informáticos; lo mismo ocurre cuando toma consciencia de la cantidad de cámaras de video-vigilancia que le rodean. Todo parece remitir a un pasado indeterminado hasta que vemos un póster de una de las secuelas de Matrix. ¡Estamos en el siglo XXI! Una época marcada por el control y la vigilancia, una época en la que los pequeños delitos y faltas de Marty ya no tienen cabida en la realidad. ¿Es Buzzard una película elegíaca sobre el fin de la rebeldía? Hay algo de eso en el film de Potrykus, aunque también hay que reconocer que los peores momentos de la película son aquellos en los que, en la recta final, su dimensión política se hace más evidente y explícita.

Buzzard es una película de monstruos. Monstruos con caretas de asesinos o de muertos vivientes que ocultan rostros humanos. Monstruos con los que resulta casi imposible empatizar, pero a los que acabas comprendiendo. Seres humanos que, como los de Pickpocket de Bresson, se dedican a trapichear y no parecen tener lugar en nuestro mundo. Hombres-monstruo que nos fascinan, a los que deseamos la victoria –corren y se agitan como el Alex de Mala sangre de Leos Carax–, pero a los que seguramente esquivaríamos si nos los cruzásemos por la calle.