¿Puede una película funcionar como un virus y al mismo tiempo como su antídoto? Eso parece proponer la estimulante y paradójica Esa sensación, una obra sobre la alienación urbana que hace del encuentro entre sus personajes su principal leitmotiv narrativo y formal. Aislamiento y transmisión vertebran esta película que apuesta por la polifonía y la fragmentación desde su escritura y dirección a seis manos, por parte de una suerte de dream (o nightmare) team del llamado “otro cine español”, formado por Juan Cavestany (director de Dispongo de barcos y Gente en sitios), Julián Génisson (miembro del colectivo Canódromo Abandonado) y Pablo Hernando (autor de Cábas y Berserker). De todos modos, pese a la estructura episódica del film, el discurso de Esa sensación ¡título genial! no podría ser más compacto: todo apunta hacia una deconstrucción de la cotidianidad a manos del absurdo, una crispación de la “normalidad” como estrategia de desenmascaramiento de la realidad, como vía de acceso al malestar que late tras el fino cristal de la sociedad del bienestar. Los protagonistas de Esa sensación viven sumidos en una soledad acuciante y se aferran a los más variopintos rituales (de cortejo, familiares, religiosos) para exorcizar su desconcierto. Signos desperdigados de una sinfonía sobre la incomunicación que bien podríamos identificar como la heredera bastarda de esa genealogía fílmica que va de Luis Buñuel a La cabina de Mercero, de Michelangelo Antonioni a Tsai Ming-liang.

La sombra del director de What Time Is It There? y The Hole –películas sobre soledades compartidas retumba con fuerza en la naturaleza tragicómica de un personaje como el que interpreta una magnética Lorena Iglesias (también de Canódromo Abandonado): una mujer que entabla fogosos y obsesivos romances con toda clase de mobiliario urbano. Una punzante figura metafórica que, junto a otras imágenes simbólicas –una mosca aplastada sobre una moneda de dos euros–, hacen de Esa sensación un artefacto pura y delirantemente ideológico: Brecht asociado con Bretton. Las parábolas sobre una sociedad a la deriva florecen por todas partes: un joven empleado de una inmobiliaria le cuenta a su padre que, en un piso que consiguió vender recientemente, encontraron viviendo clandestinamente a un mendigo: la sinopsis de Vive L’amour de Tsai reconvertida en nota al pie de una película que sustituye los planos secuencia del taiwanés por una cámara inquieta y elástica que persigue a los personajes y se aleja puntualmente de ellos para que podamos distinguir con claridad el vacío que los rodea.

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El póster y los títulos de créditos de Esa sensación parecen una recreación de los cuadros vegetales de Giuseppe Arcimboldo adaptados a la iconografía colorista e impersonal de una galería de símbolos de algún programa informático de tratamiento de imágenes. Una oda a la confusión contemporánea que trae a la memoria aquel virus del que se hablaba en Berserker de Pablo Hernando: un agente patógeno prehistórico que permitió al ser humano desarrollar el pensamiento abstracto. Y es que Esa sensación, con su estructura sin centro –como La ronda de Ophuls o el Slacker de Linklater– y su fetichismo por las figuras geométricas, se reivindica una obra conceptual, diseñada para asfixiar la crisis que azota nuestra realidad más inmediata. Con su inspirada colección de arrebatos humoristas –que habrían interesado al Nicanor Parra de Chistes parra desorientar a la policía poesía–, Esa sensación repite la operación de Gente en sitios, la anterior película de Cavestany, que también se articulaba como un esbozo de obra total en su desmembramiento narrativo, su metamorfosis genérica permanente y su formulación de una teoría del caos. En este sentido, Esa sensación funciona mejor cuando abre interrogantes –un hombre siente una extraña curiosidad por el rostro de un vagabundo en una pantalla de móvil, abandonamos a un cura en el fondo de un lago– que cuando explica sus motivos o cierra círculos –unas fotografías revelan el origen sentimental de una patología existencial, un encuentro en una iglesia clarifica un drama paterno-filial–.

Avezada a construir contenedores de vacío, Esa sensación fortifica su discurso gracias a importantes dosis de extrañamiento: en los rostros pasmados de sus personajes, en el chirrío industrial de la banda sonora de Aaron Rux (también de Canódromo Abandonado), en unos diálogos suspendidos sobre el abismo del sinsentido –nadie los recita mejor que Miquel Insua–. En uno de los momentos más felices y terroríficos de la película, una mujer enamorada de un pedrusco que decora el centro de una glorieta de Madrid, construye una maqueta en miniatura de su objeto de deseo. Un ejercicio de fetichismo romántico que me recordó fugazmente a la obsesión que arrobaba a Richard Dreyfuss en Encuentros en la tercera fase, el clásico-moderno de ciencia ficción de Steven Spielberg. En Esa sensación, los alienígenas no son de otro planeta, somos nosotros. Y, pese a ser absurdos, ridículos, dramáticos o violentos, los encuentros entre personajes no dejan de sucederse. ¿Cómo interpretar este coro macabro de soledades, acercamientos y escaramuzas? ¿Como un himno nihilista o como su contracara humanista? ¿Podría ser ambas cosas? ¿Podrían la desesperación y el descreimiento de Esa sensación estar inoculándonos un antídoto con el que despertar finalmente de nuestro letargo?