Gonzalo de Pedro Amatria

El veterano realizador chileno Ignacio Agüero resultó vencedor de la vigesimoséptima edición del FIDMarseille con su película Como me de la gana II, continuación de un cortometraje, Como me da la gana, que el mismo Agüero rodó en 1985. El trabajo original, que según explicó el propio director en la presentación, conocía su segunda proyección pública en el marco del FIDMarseille, tras su estreno en 1985 en el Festival de la Habana, es un singular retrato del Chile de los años 80, en plena dictadura de Pinochet, a través de los rodajes de varias películas, y las entrevistas que Agüero mantiene con sus realizadores, interrumpidos con una mezcla de ingenuidad e insolencia en medio de sus trabajo diarios. Concebido en la superficie como una investigación en torno al propio cine, a sus aspiraciones, a su propia definición, Como me da la gana puede leerse también como un retrato de un país tratando de levantar la cabeza bajo un régimen sanguinario y dictatorial, buscando espacios de resistencia y pensamiento crítico en el campo artístico; los directores que aparecen son aquellos que no están en el exilio, y hacen lo imposible por trabajar “como les da la gana”.

La segunda parte de aquel trabajo, Como me da la gana II, es un largometraje que retoma la idea central de aquella primera semilla, para expandirla en muchas más direcciones: la cámara de Agüero no se fija solamente en los rodajes cinematográficos, sino que deambula por todo el país, intentando dar respuesta, o al menos formulando, de muchas y muy distintas formas, la misma pregunta: “¿Qué es lo cinematográfico?”. Si en el cortometraje original, Agüero se limitaba a trasladar la pregunta a otros, como respuesta a la frustración producida por la censura de su primera película, en esta ocasión ensaya diversas respuestas: filmaciones de rodajes ajenos, pero también proyecciones, espectadores fascinados por las imágenes, sus propios archivos personales, reflexiones sobre el proceso de creación de la película, talleres de cine para niños, paisajes, sonidos, memorias, o el propio proceso de construcción y debate de la película en la mesa de montaje, en una mezcla que lejos de ser azarosa, o más bien caprichosa, va dibujando un sendero entre el pasado, el presente, la memoria y el futuro a través de las imágenes. Sin nostalgia, pero sin olvido, Como me da la gana II aborda el Chile contemporáneo a través de los retazos de películas, rodajes y recuerdos de uno de sus más precisos retratistas. Con algo del espíritu de Raul Ruiz, la película es un viaje en el que vida y muerte son categorías obsoletas, que dialogan en la creación de una nueva definición temporal y vital: lo cinematográfico como ese enclave en el que la vida alcanza un estado superior, de una belleza doméstica, cotidiana, capaz de contener en un momento los recuerdos de quienes no están y las sonrisas de quienes forjan el futuro.

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Si la primera película trataba de forma indirecta o alegórica sobre la libertad, en un país en el que ésta brillaba por su ausencia, Como me da la gana II es la libertad hecha película, un trabajo que se permite el lujo de reinventarse a sí mismo, reconocer su deambular, y comenzar y volver a recomenzar. “Nos perdimos, Sophie”, le dice en un momento el cineasta en off a su montadora, sobre el plano de un paisaje chileno de agua y montaña. Y la película vuelve a comenzar, de nuevo con sus títulos de crédito, para fijarse largo rato en el rostro de una niña que mira embelesada una pantalla de cine, o de televisión, que se mantiene fuera de cuadro. Entre todas las tramas que recorren la película –las imágenes familiares de Agüero, sus visitas a distintos rodajes, o fragmentos de películas de amigos asesinados por la dictadura–, hay una que resulta ser esencial: la visita a los talleres de cine para niños que desde los años ochenta imparte Alicia Vega por todo el país; con la filmación de su trabajo, las miradas de los niños, su descubrimiento del proceso cinematográfico, la película (por momentos) se convierte en una lección de cine para niños, obligando al espectador a reconvertirse en un niño aprendiendo, o re-aprendiendo, su relación con las imágenes, y también reinventando el proceso de filmar, de convertir el mundo en imágenes, o descubrir nuestra relación con él a través de ellas.

Agüero, quizás el mejor conversador del cine contemporáneo, con permiso del malogrado Eduardo Coutinho, despliega en la película una clase magistral de relación y curiosidad por el mundo (y el cine como parte inseparable de él). Sabiendo esperar, manejando los silencios, el tempo, la curiosidad, y la no siempre bien valorada capacidad de escuchar, Agüero construye la película sobre la palabra justa, la de los otros, y la suya propia, y sobre la imagen precisa: la que dice sin decir, la que esconde la respuesta a la gran pregunta: ¿Qué es lo cinematográfico? Nos perdimos, Sophie. Créditos.