Como en todo el cine que aspira a una cierta grandeza, La academia de las musas ofrece mucho más de lo que muestra a primera vista. Una intuición que empieza a tomar forma cuando la película abandona el aula en la que el profesor Rafaelle Pinto instruye a sus alumnos (la mayoría mujeres) en su acercamiento a la dimensión transfiguradora del arte. En estas clases, impartidas en la Universidad de Barcelona, Pinto pregona, desde su altar del conocimiento, sobre la relevancia de Dante en la comprensión del rol de la musa como agente activo, responsable, en la transformación del mundo a través de la belleza. El profesor deslumbra a sus discípulos con sus malabarismos intelectuales y su encendida locuacidad, pero en casa, junto a su esposa Rosa Delor, las cosas son de otro color: sus teorías son rebatidas con un tajante escepticismo. Advirtiendo este cambio de perspectiva, José Luis Guerin introduce en la forma del film una fructífera estrategia de distanciamiento: en lugar de filmar al matrimonio desde el interior de su casa, los filma desde fuera, a través de una ventana, generando una imagen especular en la que el reflejo de la ciudad se superpone a los rostros de los personajes sin llegar a crear una síntesis. Se dispara así un juego dialéctico que deviene eco visual de las múltiples dicotomías que avivan el film: lo real y lo ficcional como las dos caras del ejercicio cinematográfico, las dimensiones activas y pasivas de los personajes, lo sensorial y lo intelectual como vías de aprehensión de la belleza, la “dimensión del mito” y la “dimensión de la historia”, la mujer idealizada y la de carne y hueso, el mundo de las ideas y la cruda realidad.

Uno de los grandes logros de La academia de las musas es presentar un escenario de encendidas disputas intelectuales y sentimentales en el que se invita al espectador a comprender las razones de todos los personajes. Un cometido inherente al cine que admite hasta las últimas consecuencias su esencia realista y que hace pensar inevitablemente en Jean Renoir. De hecho, consciente de que la profundidad de campo –la batuta de Renoir– no es el fuerte de las cámaras digitales, Guerin aplica el dispositivo reflectante (y reflexivo) descrito anteriormente para sostener el coro de perspectivas que entrecruza su película. Unos reflejos de la ciudad que, como ocurre en varias películas de Abbas Kiarostami, también decoran las escenas en las que el profesor dialoga con sus alumnas en el interior de su coche. En ese espacio semiprivado, Guerín sitúa uno de los momentos más sugerentes de La academia de las musas, aquel en el que Emanuela Forgetta, una de las discípulas de Pinto, le confiesa al profesor una devoción singular: él es quién, a través de su energía y convicción, hizo florecer en ella la pasión por la literatura, el deseo eufórico de encontrarse con la belleza. Así, en un vertiginoso intercambio de roles, el profesor se revela como la musa de la alumna.

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Nada es lo que parece y todo tiene una razón de ser en esta película hablada en la que Guerin vuelve a poner en el centro de su cine la meditación en torno a la belleza femenina, como hiciera en el díptico de En la ciudad de Sylvia y Unas fotos en la ciudad de Sylvia, así como, de una manera más colateral, en Guest. Sin embargo, La academia de las musas está muy por encima de los anteriores trabajos del director de Tren de sombras, en cuanto la naturaleza unidimensional de aquellas películas –construidas sobre la perspectiva inmóvil del cineasta embelesado– es sustituida aquí por un delicioso juego dialéctico de tesis y antítesis, hipótesis y refutaciones que contienen nuevas proposiciones sobre la seducción, el amor, la libertad personal. En una escena con su mujer, el profesor Pinto se vanagloria de situar su método pedagógico en las antípodas del adoctrinamiento: “¡Estoy aquí para sembrar la duda!”. Pero en una escena posterior, el maestro le endosa una elegante pero firme reprimenda a una alumna que se atreve a trascender las formas de la poesía clásica de la mano de la rima libre. En otro momento clave, el maestro defiende la libertad como la fidelidad a uno mismo por encima de todas las cosas, pero luego, empujado por los celos, exige lealtad a una de sus “musas”, resquebrajando los límites de la libertad del otro. “Soy posesivo pero de un modo metodológico”, afirma Pinto en un diálogo que podría haber escrito Eric Rohmer, Marivaux, Shakespeare o Woody Allen.

Lúdica y escurridiza, La academia de las musas exhibe su condición de work in progress de diferentes modos. Los personajes interpretan versiones semi-ficcionales de sí mismos, apoyándose en sus propias identidades para construir un complejo amalgama tragicómico, de la misma manera en que Guerin se apoya en una serie de arquetipos para elaborar un mapa caleidoscopico del romanticismo. A un nivel formal-estructural, la película pone en diálogo unos planos que tienden al quietismo, unos diálogos cargados de movimiento discontinuo y acelerado, y un relato proclive a las digresiones imprevistas. Así es como, sin previo aviso, la película transporta súbitamente al espectador a la Gruta de la Sibila, en Nápoles (en un pasaje eminentemente rosseliniano), o también a la Cerdeña, donde Emanuela descubre que el idioma sardo no contiene la palabra “amor” y que los ruidos de la naturaleza escriben su propia poesía, un comentario sobre la dimensión sensorial de la belleza que es luego censurado por Pinto, que parece no creer en una belleza no intelectualizada. Por su parte, las imágenes (que no los sonidos) se desentienden de la naturaleza y se concentran en lo humano. Como Cassavetes o Bergman, Guerin demuestra aquí que su interés central son los rostros, a poder ser en primer plano. Una proximidad que contrasta con la distancia que toma Guerin respecto a Pinto. En un gesto que emparenta La academia de las musas con los cimientos del ejercicio ensayístico, el director de En construcción se decanta por el cuestionamiento en detrimento de la identificación. Esa termina siendo aquí la verdadera regla del juego.