En un momento revelador de La cabeza alta, un asistente social (Benoît Magimel) acusa a una juez encargada de lidiar con jóvenes conflictivos (Catherine Deneuve) de utilizar pura “psicología de 2 bits”. Una recriminación que podríamos extender al conjunto de una película que renuncia a explorar la cara más enigmática de la cruda realidad que retrata: la historia de un adolescente marginal condenado a una vida de incomprensión y criminalidad. Planteada como una cascada de giros fatídicos y oportunidades (vitales) perdidas, La cabeza alta se sumerge con espíritu kamikaze en el melodrama social más pirotécnico. El elíptico curso narrativo del film dibuja un incesante torrente de estallidos de furia, casi una versión radical de los tour de force dramáticos de Ken Loach. Y mientras, en el trasfondo, se dibuja el auténtico mensaje de la película: un elogio entregado del sistema judicial y de los servicios sociales franceses.

Malory (Rod Paradot), el joven protagonista del film, va pasando –como una rolling stone– por las manos de asistentes sociales, abogados, fiscales, alcaides y jueces. Robert Bresson se hubiese deleitado con un personaje como este, pero La cabeza alta no consigue iluminarlo. Se impone la falta de misterio y suspense, algo que también aleja el film de otro referente posible, el cine de los hermanos Dardenne. La necesidad de clarificar los motivos y pesares de todos los personajes limita el alcance cinematográfico de esta película didáctica, cargada de mensajes necesarios y de una cierta impersonalidad formal. La cámara circula por las escenas como un satélite que orbita en torno a Malory, y puntualmente se detiene en algún gesto redentor: la mano de una madre sobre la nuca de su hijo; la mano del chaval buscando refugio en la de la juez. Sin embargo, el conjunto no consigue zafarse de un academicismo funcional.

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La determinación de Bercot por mostrarnos de forma pormenorizada la maquinaria social que se pone en marcha para intentar salvar a un joven desamparado resulta fatigante. El elemento más interesante de La cabeza alta es su negativa a enturbiar el relato con detalles de la vida privada de los trabajadores sociales. El film transcurre entre estancias judiciales, calabozos y centros de internamiento para jóvenes. El problema está en la transparencia del conjunto, que adolece de un cierto maniqueísmo, sobre todo en la construcción de los secundarios: la implacable y sensible juez (un personaje tierno-autoritario hecho a la medida de Deneuve) o la malograda e irresponsable madre del chico (una Sara Forestier atrapada en una figura caricaturesca). Por su parte, Paradot, el joven protagonista, se revela como una fuerza de la naturaleza: una versión francesa y rejuvenecida de las indomables bombas de relojería que suele encarnar Joaquin Phoenix, o también el heredero salvaje de Antoine Doinel. Sobre su enérgica figura reposa finalmente el peso de este canto a la voluntad humana y a un sistema capaz de rescatar a sus ovejas negras.