La premisa argumental del segundo largometraje de Ángel Santos (director de Dos fragmentos/Eva) nos sitúa ante un escenario de tintes elegíacos: un joven pasea por la ruinas de su propia memoria buscando localizaciones para filmar una película. La idea evoca algo crepuscular –remite al cine de Wim Wenders de mediados de los 70– que se materializa en un film melancólico, frágil, cuya delicada sensibilidad encuentra acomodo en el desconcierto de su protagonista, Miguel, interpretado por Andrés Gertrúdix. Así, uno de los primeros hallazgos de Las altas presiones es la resonancia que encuentran las cicatrices interiores de Miguel en los escenarios “fronterizos” del film: márgenes de carreteras, hoteles abandonados, playas desiertas o casas rurales que funcionan como (fallidos) refugios contra la soledad.

De entre los temas que circulan por la meditativa Las altas presiones, adquiere una fuerte preeminencia la restauración del recuerdo, el rescate del pasado ante un cierto derrumbe del presente: la crisis personal que atraviesa el enigmático protagonista se extiende y se ve contaminada por un contexto, el de la España actual, que no puede oculta su malestar. La crisis social de nuestro presente se ve reflejada en protestas de trabajadores y en el retrato de un desolado paisaje industrial. Santos afronta el reto de conjugar lo íntimo y lo público, individuo y colectividad, apoyándose en las estrategias cinematográficas de autores como Abbas Kiarostami (especialista en llenar la realidad de reflejos especulares y extrafílmicos) o Naomi Kawase (cuyo arte es el de la figuración del pasado sobre imágenes del presente). La mirada de Santos parece todavía en estado de formación, sus alas a medio desplegar, pero su cine parece haber encontrado ya una voz poética singularmente emotiva.

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Las altas presiones tiene una secuencia deslumbrante –una doble panorámica circular tomada desde el corazón de un concierto privado– que derrocha toda la energía que retiene el resto del film. La herencia de Jean Eustache lucha por emerger en una película que se hace fuerte en sus líneas de fuga, en sus rupturas narrativas y en la obstinada observación de su protagonista. Otro de los puntos álgidos de la película llega durante la visita de Miguel a la casa rural de unos amigos que viven sumergidos en un fracasado ensayo de la felicidad. Como en las películas de Philipp Garrel, es en el rodeo narrativo donde surgen las revelaciones, el desvío deviene centro medular.

Pese a sus abundantes aciertos, hay algo que no acaba de funcionar en Las altas presiones, algo relacionado con la construcción del personaje de Miguel y su encarnación a manos de Gertrúdix. Uno tiene la impresión de que la película le presupone al personaje un magnetismo que no termina de cuajar del todo. Su media sonrisa promete más de lo que ofrece su ensimismamiento, y eso merma la fuerza expresiva de algunos de los pasajes más contemplativos del film. En todo caso, la presentación del personaje como un observador lacónico –en torno al cual revolotean satélites de juventud y amargura– le inmuniza contra las leyes de la dramaturgia tradicional. Hay que seguir la trayectoria de Ángel Santos. La altitud de su cine no ha hecho más que empezar a vislumbrarse.