Quentin Tarantino, uno de los grandes cineastas políticos del siglo XXI, lleva unos cuantos años desconcertando tanto a la crítica como a un sector de sus fans. ¿Dónde quedó el director que nos aceleraba el pulso con sus pirotécnicas citas a la cultura pop cinéfila? ¿Dónde está aquel autor iconoclasta y frenético que nos conmovía con sus cócteles referenciales y sus odas posmodernas al cineasta-DJ? Tarantino tocó el cielo y nuestros corazones indolentes con Kill Bill vol. 1. Luego, Death Proof perfiló un maravilloso callejón sin salida, una expresión psicótica (el referente principal era Psicosis) de la convicción tarantiniana en la nada como nueva esencia fílmica. Pero entonces ocurrió algo inesperado: Malditos bastardos. Un shock parecido al que nos provocó el estrenó Pozos de ambición de Paul Thomas Anderson. “Nuestro” director empezaba a dejarnos de lado, nos seguía guiñando el ojo, pero podíamos intuir que, con sus extenuantes set pieces y su reconversión en un cineasta de la estasis –la ausencia de movimiento–, Tarantino iniciaba un nuevo camino, lejo de los juegos, cerca de la palabra. Había nacido el cineasta político que ahora alcanza su madurez plena con Los odiosos ocho, despiadada parábola contemporánea sobre unos Estados Unidos atrapados en el ojo de un huracán de violencia: agresiones raciales en los barrios, homicidios en las cárceles, tiroteos en los institutos. Los odiosos ocho puede parecer un western cinéfilo, pero es en realidad el retrato de un país incapaz de seguir creyendo en esa historia de reconciliación que simboliza el fin de la Guerra de Secesión, la Unión, Abraham Lincoln. Aullando “¡mentira!”, Los odiosos ocho se encara con violencia (Tarantino no sabe hacerlo de otra manera) a la historia oficial, al Lincoln de Steven Spielberg. De tú a tú, de obra maestra a obra maestra. Tarantino reescribe así su particular Historia de Violencia estadounidense.

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Los odiosos ocho puede verse, en varios sentido, como una vuelta al origen. Al origen del cine de Tarantino: como en Reservoir Dogs, estamos ante una pieza de cámara donde un grupo de hombres intercambia confidencias y, sobre todo, mentiras. Una vuelta, también, al origen cinéfilo de Tarantino, aquí en su acepción más asordinada, menos estridente. Los referentes pululan por todas partes, pero están ahí para servir a la historia, no para protagonizarla: los paisajes nevados de McCabe & Mrs. Miller de Robert Altman, el formato en 70 mm como acto de fe, los vómitos sangrientos de la saga de El exorcista (reivindicada también desde la banda sonora), el encierro mortal y el mal como ente camaleónico de La cosa (con Kurt Russell y con guiños musicales). Todo está ahí, apuntando principalmente hacia dos corrientes del cine yanqui que caminaron en paralelo desde finales de los sesenta hasta principios de los ochenta: el New American Cinema y el American Gothic, dos fenómenos cinematográficos que supieron utilizar la gran pantalla para exorcizar el malestar social de la Era del Vietnam y dar cuenta, a su manera salvaje, perturbada, de ciertas reivindicaciones de los Movimientos por los Derechos Civiles. Los criminales y cazadores de recompensas de Los odiosos ocho bien podrían ser muertos vivientes o, mejor aún, caníbales dispuestos a devorar el espíritu norteamericano.

La más relevante vuelta al origen de Los odiosos ocho apunta hacia una relectura de lo que Tarantino entiende como el nacimiento de la farsa histórica: el momento en el que se fraguó la supuesta reconciliación del pueblo estadounidense bajo el paraguas de la Union y de Lincoln. Como en Malditos bastardo y Django desencadenado, Tarantino reescribe la historia y la exorciza, invoca sus demonios y los ajusticia. Se ha debatido mucho sobre el supuesto abismo que existe entre las obras de John Ford y Tarantino (el propio Tarantino se ha ocupado de avivar el fuego con sus invectivas contra el Dios del western). Sin embargo, en su análisis histórico, Los odiosos ocho, con su historia de venganzas y simulacros en un Wyoming todavía renqueante tras la Guerra de Secesión, no se sitúa tan lejos de la historia de violencia de Centauros del desierto (con John Wayne resistiéndose a aceptar unos Estados Unidos unificados) o del fraude que destapa El hombre que mató a Liberty Valance (con James Stewart, el civilizado, convirtiéndose en un héroe a costa de la fuerza y la destrucción de John Wayne, el salvaje).

The-Hateful-Eight-Jackson

Con Los odiosos ocho todavía fulgurando en mis retinas y neuronas, me cuesta recordar algún otro film reciente que trabaje de forma tan sistemática y coherente en torno al concepto del engaño y el simulacro. Todos los personajes mienten, y aquel que se atreve a intimar con la idea del honor (Kurt Russell y su fe en el espíritu homicida de la ley) recibirá su merecido. En lo nuevo de Tarantino, nadie ni nada es quién parece ser, ni siquiera la propia película, que se presenta como un film épico, con sus estampas paisajísticas, para luego encerrarse a cal y canto en una posada reconvertida en unos miserables Estados Unidos en miniatura. El escenario, sin paredes que puedan separar a los personajes, recuerda al de Dogvile de Lars von Trier: ¿será Los odiosos ocho una obra esencialmente brechtiana? Tarantino juega tan bien sus bazas que, incluso unos flashbacks que podrían ser falsos, inventados (aquellos que muestran a Samuel L. Jackson humillando al hijo de Bruce Dern), dejan de ser una trampa para convertirse en una reflexión sobre el engaño. Mentira en el relato, mentira en la Historia.

A la postre, la única verdad de Los odiosos ocho la encontramos en el trabajo de unos actores en la cumbre de su arte: Samuel L. Jackson superando al Jamie Foxx de Django desencadenado como el super-hombre-negro-vengador que imaginó Melvin Van Peebles en la magistral Sweet Sweetback’s Baadasssss Song; Jennifer Jason Leigh como la brutal emisaria de la violencia contra las mujeres; o Kurt Russell como el representante de un sentido del honor pervertido. Poco importa que Michael Madsen no tenga tiempo suficiente para brillar o que Tim Roth se quedé a medias en un papel que parece escrito para Christoph Waltz, el auténtico cavernícola ilustrado de Tarantino. Faltas menores de una obra que sabe poner bajo sospecha ese ideal humanista y progresista que confía en la bondad de las personas y en la inteligencia de los políticos. Para los que queremos creer en todo eso, Los odiosos ocho funciona como un llamado a la pérdida de la inocencia y también como un furioso grito de indignación.