En lo que llevamos de siglo XXI, el cine chileno se ha consolidado como uno de los principales focos de atención de la cinefilia global. Un estatus confirmado por la creciente presencia de esta cinematografía en los grandes certámenes europeos, como certifican los galardones logrados en el último Festival de Berlín por El Club de Pablo Larraín y El botón de nácar de Patricio Guzmán. A nivel estético, las claves de este protagonismo pueden encontrarse en la capacidad del nuevo cine chileno para dialogar con la realidad del país (una realidad que arrastra heridas históricas) combinando una cierta transparencia y un marcado formalismo. Las películas chilenas que triunfan en los festivales suelen responder a un cariz observacional –una convicción realista de planos largos y tramas mínimas–, al tiempo que plantean llamativos juegos formales: la mano del cineasta detrás de la cámara es plenamente visible.

Matar a un hombre encaja a la perfección en dicho modelo. En su primera película, Huacho, el director y guionista Alejandro Fernández Almendras había llevado al límite la idea de la transparencia realista, inventando una ficción con apariencia de documental sobre la cotidianeidad de cuatro miembros de una familia que subsistía en los márgenes del Chile semirrural. En Huacho, las tensiones de clase, la batalla social, quedaba agazapada tras el sutil fluir de lo real. Matar a un hombre plantea un giro interesante, situando el malestar de la ciudadanía en el primer plano del relato y llevando la forma del film hacia un formalismo que bascula entre la apagada crudeza de la vida urbana y la exuberancia de una naturaleza que, en cualquier caso, dista mucho de ser un paraíso idílico –en este punto, el film propone un nexo con el cine del ruso Andréi Tarkovski–.

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La película, que en un primer momento juega a esconder sus resortes narrativos, estalla de la mano de varios disparos de revolver que ponen en movimiento una escabrosa cadena de crímenes, castigos y el horizonte de una redención; una truculenta historia basada en hechos reales. Por el camino, mediante un distanciamiento escénico que remite con fuerza al cine de Michael Haneke (encuadres fijos, mirada gélida, análisis inclemente), Matar a un hombre compone un descorazonador retrato social, presentando un mundo dominado por la impunidad criminal y la corrupción moral. Que en una escena ambientada en una comisaría de policía, Fernández Almendras se preocupe de dejar bien visible el retrato de Sebastián Piñera, presidente de Chile entre 2010 y 2014, certifica la idea de que estamos ante un film que aspira a retratar una enfermedad social.

Hipnótica y atmosférica, Matar a un hombre se convirtió en un pequeño fenómeno festivalero en 2014, ganando el Gran Premio del Jurado en la competición World Cinema del Festival de Sundance, además de otros premios en Friburgo, Lisboa o Miami. Igual de relevante es que la película fuera apoyada en su fase de desarrollo por los prestigiosos festivales de Cannes –a través de su Cinéfondation– y Locarno. Toda esta amalgama de estímulos festivaleros se presenta como una garantía de calidad, pero también arrastra una sospecha: la posibilidad de estar ante un film demasiado influenciado por las fórmulas dominantes del “cine de festivales”.

En ciertos pasajes, Matar a un hombre abandona el distanciamiento made in Haneke para desplazarse en planos de seguimiento que recuerdan al estilo de los hermanos Dardenne, para luego jugar con turbias atmósferas sonoras que remiten al imaginario del mexicano Carlos Reygadas, otro explorador del malestar social. Así es como Matar a un hombre alcanza, de forma paralela, su esplendor audiovisual y sus límites creativos.

Visionado de MATAR A UN HOMBRE en Filmin.