Gonzalo de Pedro Amatria

El Festival de Rotterdam tiene desde hace largos años una profunda relación con el cine latinoamericano, una relación conflictiva en ocasiones, reforzada y establecida a través de un fondo de producción, el Hubert Bals Fund, que en parte ha contribuido a consolidar ese cine que se ha venido a llamar “World Cinema”, ni más ni menos, productos producidos en el Tercer Mundo, o en los países en desarrollo, pero con la vista puesta en los festivales internacionales y en las expectativas e imágenes que estos buscan reforzar en su relación neo-colonial con el sur. Los peores ejemplos de esa relación de poder han dado lugar a películas que profundizan en los tópicos del sur, y en relación a América Latina, que ahondan en aquello que Luis Ospina y Carlos Mayolo llamaron ya en los años setenta “porno-miseria”, y que el crítico argentino Roger Koza ha actualizado como “cine de la sordidez”. Películas que retratan la violencia, lo ignoto, lo salvaje, lo sordido, sin poner en cuestión ni las causas que los motivan ni mucho menos las representaciones, y el por qué de ellas. Festivales de imágenes violentas para el consumo de los bienpensantes del norte. La nueva película del cineasta chileno José Luis Torres Leiva, hijo predilecto del festival de Rotterdam, es el ejemplo opuesto a todo eso, la muestra de que en ocasiones, y bienvenidas sean, esos fondos sirven también para potenciar el talento y producir películas que cuestionan nuestra relación de europeos con las culturas del sur y las representaciones que estas hacen en sus propios cines.

El viento sabe que vuelvo a casa es, desde ya, una de las películas más bellas del año, una lección de cine como diálogo con el mundo, una puesta en cuestión de la relación del cineasta con el mundo: una reflexión acerca de cómo los prejuicios de los realizadores (y de los espectadores a través de ellos) chocan con la realidad; un choque que, si sabe manejarse, permite el nacimiento del cine. Tomando un viaje, poco importa si real o puesto en escena para la película, del cineasta Ignacio Agüero a unas islas del sur de Chile donde pretende rastrear una leyenda sobre una pareja de Romeo y Julieta locales, que desaparecieron ante la imposibilidad de consumar su amor frente a la comunidad, la película acompaña al cineasta, que ejerce como mediador, protagonista, y entrevistador, en un viaje imposible hacia el lugar donde se mezclan el mito, la leyenda, los prejuicios y las expectativas rotas. De una sencillez y elegancia aplastante, de una humanidad enternecedora, El viento sabe que vuelve a casa se edifica, como decía otro grandísimo conversador latinoamericano, Eduardo Coutinho, sobre ese diálogo que se produce cuando la cámara está delante: Agüero recorre la isla, organiza castings, charla con los habitantes, dialoga, y esas conversaciones basadas en el difícil arte de saber escuchar, desmontan la idea preconcebida que ha llevado a Agüero a la isla, echan por tierra la leyenda, pero van desvelando poco a poco otras realidades: un racismo largamente labrado y todavía latente, una división entre mapuches y blancos, una soledad infinita, un saber vivir aunque la vida lo ponga difícil, y unas tradiciones lentas que se articulan sin grandes ceremonias. La cámara de Torres Leiva, como hacía la de Coutinho, no busca los momentos de crisis, sino que se detiene en lo aparentemente liviano y banal, y deja que la vida fluya entre las imágenes, mientras se difumina la leyenda. El viento sabe que vuelvo a casa es en el fondo una lección de y sobre cine, un pensamiento en marcha sobre ese ejercicio de poder que supone filmar cualquier cosa, y sobre la humildad necesaria para reconocer que estábamos equivocados.

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Otro de los protagonistas de estos primeros días en Rotterdam ha sido el cineasta español Pere Portabella, hombre esencial de los últimos cuarenta años de cine en España, que ha vuelto al cine con la segunda parte de su esencial retrato de la por entonces incipiente Transición: Informe general sobre algunas cuestiones de interés para una proyección pública (1976). Titulada Informe General II. El nuevo rapto de Europa (2015), la película recupera la voluntad de fotografiar un momento de cambio histórico en el preciso instante en que se está produciendo: quizás eso explique que hoy la foto que Portabella presenta pueda parecer borrosa, ingenua por momentos, o sencillamente propagandística al decir de algunos. El crítico Manu Yáñez, pensando sobre la película en una conversación con este cronista, acertaba al sugerir que solo el tiempo devolverá la verdadera dimensión de la película. Sin embargo, hay que reconocerle a la película una verdadera voluntad de retratar un cambio que es mucho mas que un simple relevo político, un recambio de caras en los telediarios, y que supone un auténtico terremoto a gran escala y quizás más sordo de lo que parece. Es por eso que la película se extiende desde el ámbito de la institución museística, como artefacto decimonónico obligado a repensarse a sí mismo y su relación con el mundo, a la política, los movimientos sociales, e incluso la ciencia. Porque el cambio, tal y como lo sugiere Portabella, es horizontal, transversal y global, y se mueve trazando círculos alrededor de las antiguas estructuras de organización del poder y el pensamiento. Es por eso que la película, que para algunos es deslabazada, recurre de forma inteligente a una cámara que se mueve en círculos, tratando de filmar todos los aspectos de esa nueva realidad. Frente a uno de los primeros planos de la película, un travelling longitudinal con el que Portabella retrata la mesa del Patronato del Museo Reina Sofía (a la sazón, co-productor de la película) como un espacio de poder vertical –copado por la oligarquía, los poderes fácticos, económicos, del antiguo orden–, el movimiento que define eso que está por venir es un giro circular que trata de abarcar y entender, de integrar, y acabar con las viejas dicotomías dentro-fuera, arriba-abajo, instituciones vs. ciudadanía, público vs. común, e incluso viejo-nuevo.

La frase de uno de los protagonistas, Daniel Raventós, que cita a Arthur Schopenhauer para decir que cualquier idea nueva pasa siempre por tres fases: la del ataque violento, la de la ridiculización, y la de la aceptación como una obviedad, no parece por azar colocada hacia el final de la película: ¿en qué fase estamos nosotros, espectadores, frente a lo que la película viene a sugerir? ¿En el ataque violento, en la ridiculización, o en la toma de conciencia de un cambio inevitable y además necesario? El tiempo dirá.