En el primer momento cumbre de la magnífica Sunset Song, observamos a la joven Chris Guthrie (Agyness Deyn) inclinada sobre su pupitre, en clase, mientras realiza un examen, iluminada desde arriba por un resplandor de otro mundo. Su voz en off, venida de un impreciso más allá poético, celebra la penetrante musicalidad de la lengua escocesa y la “belleza y dulzura del paisaje”. Palabra, paisaje, escenarios interiores y figura humana conforman los cuatro ejes cardinales del magnético y extraño universo de la adaptación que ha hecho Davies de la célebre novela homónima de Lewis Grassic Gibbon, puntal totémico de la literatura escocesa. Respetuosa pero no necesariamente reverencial con el original literario, Sunset Song se sitúa, en la obra de Davies, cerca de títulos como La casa de la alegría y, sobre todo, La biblia de neón. Así, mientras en la adaptación de la novela de Edith Wharton todavía se percibía una fluidez más bien literaria, en Sunset Song, como ocurría con la adaptación de John Kennedy Toole, florece una suerte de tosquedad que, aun correspondiéndose con el uso del lenguaje coloquial por parte de Grassic Gibbons, termina conectando de forma palpable con la cara menos armónica del cine de Davies: más que en los suntuosos movimientos de cámara, Sunset Song encuentra su personalidad en las elipsis, las transiciones, las repeticiones. El tronco narrativo de la película se despliega de forma cronológica, pero su interior no podría se más sincopado, deliciosamente ortopédico: como si estuviésemos ante un lago cuya plácida superficie esconde un vendaval de caóticas corrientes subterráneas.

Para comprender la singularidad de Sunset Song –describirla supone todo un desafío– vale la pena observar en detalle una de sus escenas más memorables. En lo que parece ser un plano subjetivo de Chris, la heroína, vemos a su tiránico padre a través de una ventana, afilando una hoz. Por la derecha, aparece en el plano el cura del pueblo, que conversa distendidamente con Chris y su padre. Entonces, lo que parece ser un simple contraplano nos transporta a otro momento, en el mismo lugar, cuando la protagonista ve aparecer a su madre, que visiblemente afligida le advierte sobre la crueldad de los hombres mientras ambas mujeres se abrazan afectuosa y desconsoladamente. La claridad con la que dialogan simbólicamente la hostilidad masculina y el espíritu de resistencia femenino contrasta rabiosamente con la complejidad de los mecanismos formales de la escena: el quietismo artificioso de los hombres, la elipsis disfrazada de plano-contraplano, la aparición casi fantasmagórica de la madre, la agresividad del movimiento de cámara que acompaña a Chris en su búsqueda del abrazo materno. Sunset Song es probablemente la película con más abrazos de la carrera de Davies. Abrazos fatídicos, abrazos románticos, abrazos desesperados y trágicos.

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En Sunset Song confluyen muchos de los temas recurrentes del cine de Davies: la figura del padre déspota que convierte el hogar familiar en un reino de terror; la mujer que combate estoicamente un destino fatal perfilado por los hombres; la forma en que la sociedad extiende sus pérfidos tentáculos sobre los refugios íntimos del individuo; la toxicidad de los dogmas religiosos; el canto como exorcismo de las aflicciones personales y comunales; el sinsentido de la guerra (en este caso, la Primera Guerra Mundial). Aunque los temas que alcanzan aquí una forma más plena son la plasticidad del tiempo y la plenitud del deseo romántico. En Sunset Song, el tiempo se expande y contrae de un modo siempre fulgurante: las estaciones o los años pasan a golpe de fundido encadenado, mientras el paisaje y el interior del hogar de los Guthrie parecen abocados a la eternidad. El trabajo de Davies con el espacio doméstico resulta avasallador: como en las películas de Yasujirō Ozu, pasan los años, pero los movimientos de las personajes y las composiciones de los planos se repiten. Antes de abandonar para siempre el hogar, el hermano mayor de Chris desciende por la escalera apesadumbrado, igual que Ewan Tavendale (el marido de Chris) cuando es llamado a filas, aunque la bajada de escaleras más memorable es la que realiza el mismo Ewan entre los gritos de dolor de Chris mientras da a luz al hijo de ambos. Al llegar al piso de abajo, el rostro de Ewan (Kevin Guthrie) transita del puro horror, por el dolor que está sufriendo su mujer, a la dicha más absoluta, cuando escucha el lloro de su hijo, para luego desaparecer del plano mientras canta una canción de cuna. El hijo en cuestión es absorbido por la adaptación en clave haiku que realiza Davies de la novela de Grassic Gibbon –le vemos de bebé y luego ya como un muchacho de unos 5 años–, pero las luces y sombras de la paternidad quedan ya perfectamente cinceladas en esa bajada de escaleras, en esos gestos y en esa canción. Puro Davies.

Sunset Song sabe sobreponerse a varios problemas. La caída a los infiernos del personaje de Ewan Tavendale resulta demasiado maniquea. Se intuye que Davies contrató al actor Kevin Guthrie por su bonhomía natural y su sonrisa ingenua –no se me ocurren dos motivos mejores para acercarse a una persona–, no por su capacidad para evocar la complejidad del sentimiento de culpa y el síndrome de estrés postraumático. Tampoco termina de cuajar la representación del escenario bélico, que rompe con una de las decisiones más meritorias de Davies: la de concentrar casi toda la acción de la película en Blawearie, la granja de los Guthrie. El viaje a la Gran Guerra no hace más que subrayar una realidad perfectamente escrita en el destino, el rostro y las lágrimas de Chris (una deslumbrante Deyn): la necesidad de “amar por todo” y el absurdo de “morir por nada”.

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Y qué duda cabe de que, más allá del fatalismo que supuran las películas de Davies, el maestro británico sabe lo que significa “amar por todo”. El romance entre Chris y Ewan es uno de las más deslumbrantes del cine de los últimos años. Con el pudor de aquel que sabe reconocer el valor de lo sagrado, Davies acompaña delicadamente a la pareja en sus primeros encuentros tentativos. Luego les da tiempo para intercambiar miradas y para besarse. En un gesto casi revolucionario en el cine contemporáneo, Davies permite que los enamorados se besen sin prisas, sin morbosidad, sin rastro de ese atletismo sensual que ha colonizado la representación fílmica de la ternura. De hecho, más que los besos, a Davies parecen interesarle sobre todo los abismos de tiempo que parecen abrirse entre cada beso y el siguiente, punteados en una escena sublime por el tic-tac de un reloj. En otro momento colosal, Davies representa poéticamente el momento exacto de la concepción del hijo de Chris y Ewan: ella tendida a los pies de un majestuoso árbol, él acostado en su cama, durmiendo. Consciencia e inconsciencia, la preparación para la maternidad y la precipitación en la paternidad. He aquí la sabiduría de un cineasta que cree de verdad en el amor como una fuerza trascendente.