En varias escenas de Una paloma se posó en una rama a reflexionar sobre la existencia, diferentes personajes al borde del abismo –un hombre a punto de suicidarse, una científica que experimenta cruelmente con un mono– le espetan a su interlocutor telefónico la misma frase: “Me alegra oír que estás bien”. De este modo, las criaturas del cine de Roy Andersson evidencian un pavor generalizado a exponer su malestar y padecimiento. El mundo puede estarse hundiendo en un pozo de aflicción, en un pálido y alcoholizado infierno de angustia existencial, sin embargo, los habitantes del grand guignol de Andersson siguen aparentando que todo va bien.

Con Una paloma se posó… –tercera parte de una “trilogía sobre la condición humana” que completan Canciones del segundo piso y La comedia de la vida–, Andersson realiza su película más ambiciosa y devastadora. Estructurada en “3 encuentros con la muerte”, una serie de tableaux vivants marca de la casa y un epílogo titulado “Homo Sapiens”, la película ratifica al realizador sueco como una suerte de Ingmar Bergman atolondrado por un macabro sentido del humor. Su visión del absurdo cotidiano tiene algo del teatro de Samuel Beckett y del cine de Jacques Tati, aunque en Una paloma se posó… es la versión más manierista y monumental del cine de Federico Fellini la que termina imponiéndose como referente central.

una_paloma_se_poso

Una paloma se posó… transcurre en un anacrónico Gotemburgo de cartón piedra, donde coinciden el rey Carlos XII de Suecia –un símbolo victorioso de la historia sueca que Andersson muestra derrotado–, un capitán de ferry reconvertido en peluquero y dos arruinados vendedores de artículos de broma (a la Top Secret), entre otras criaturas desesperadas. Todos ellos forman un coro satírico que sigue al pie de la letra la batuta del director de Canciones del segundo piso, que compone una contundente crítica a los mecanismos alienantes de la sociedad de consumo.

La película alcanza su cenit en su tramo final, cuando la imaginación de Andersson vuela hacia la grandeza y concibe una gigantesca máquina de muerte colonialista, símbolo de un mundo que funciona a partir de los engranajes de la opresión y el sometimiento. La contundente metáfora desgarra el espíritu del espectador, pero a la postre son otras estampas las que dejan un poso mayor: dos jóvenes tumbados en la playa acariciándose (imagen utilizada para el póster de la película), un grupo de soldados pagando sus tragos de alcohol con apasionados besos, o un grupo de personas ayudando a un hombre mayor, casi inválido, a ponerse su chaqueta. Escenas en las que Andersson se esfuerza por evocar un halo de compasión y ternura, pero que revelan su incapacidad para trascender el brutal distanciamiento que impone su cine. En el combate entre el existencialismo y el humanismo que se advierte en las imágenes de Una paloma se posó…, es el primero el que pone contra la cuerdas al segundo hasta noquearlo salvajemente.