Gonzalo de Pedro Amatria

La exigua presencia española en Cannes (los lamentos de la prensa generalista por el desprecio con el que Cannes, dicen, trata al cine español son ya un ruido de fondo, un eco repetido año tras año) se completa con la participación, ampliamente ignorada por esa misma prensa, de dos cortometrajes en dos de las secciones principales del festival: la Sección oficial de Cortometrajes y la Quincena de Realizadores. Se trata de dos producciones muy distintas entre sí, y que incluso sorprenden por lo alejadas que parecen estar de los largometrajes españoles que participan en esta edición del festival francés (Mimosas, de Oliver Laxe, La mort de Louis XIV, de Albert Serra, y Julieta, de Pedro Almodóvar), todos ellos con un fuerte sello de autor, y ninguno de ellos perteneciente al núcleo duro del cine español más industrial y oficial. En la selección de los cortometrajes, sin embargo, Cannes parece haber optado por trabajos menos arriesgados, al menos en el aspecto formal, y con una vocación no tan definitivamente autoral, pero sí con bastante personalidad.

Timecode, del veterano Juanjo Giménez, que se ha alzado con la Palma de Oro al mejor cortometraje, es un ejercicio de ficción contenida, que narra la singular relación que establecen dos vigilantes de seguridad de un parking, cada uno en un turno horario, a través de las grabaciones de las cámaras de seguridad. Explotando muy bien el espacio del parking semi-vacío como no-lugar, y las posibilidades narrativas de las cámaras de seguridad, Timecode convierte un espacio de tránsito y alienación laboral en un lugar para la belleza y la insurgencia a través de algo tan sencillo como el baile. Los dos vigilantes se irán comunicando video a video, baile a baile, y encontrarán en el dialogo de sus cuerpos bailando en el vacío de los pasillos del parking la única salida a un trabajo solitario y basado en la incomunicación, la sospecha y la vigilancia. Timecode tiene la virtud de reivindicar lo humano, lo artístico, lo que nos dignifica, en un espacio cada vez más desprovisto de humanidad como es el laboral, y lo hace valiéndose de algo tan omnipresente como las cámaras de seguridad, fruto de nuestra cultura del miedo, la presunción de culpabilidad y la eterna sospecha, que aquí se convierten en un vehículo de comunicación, en imágenes de ida y vuelta.

TIMECODE

El corto, que esconde esas ideas bajo un aspecto algo convencional (pese al hallazgo fílmico de usar las videocámaras de seguridad como eje de una puesta en escena y unas actuaciones eminentemente físicas), flojea cuando se entrega al virus de la broma final: una vez que los vigilantes consuman su rebelión, y abandonan su puesto de trabajo en busca de un futuro mejor (ninguna pista da el corto, y es de agradecer, sobre el destino de sus protagonistas), entran en escena un nuevo vigilante y el patrón para rematar con un prescindible chiste final un corto que no necesitaba de ese remate equivocado. La belleza de esos pasillos siendo re-descubiertos, subvertidos, por dos bailarines emancipados, para luego desaparecer, era más que suficiente.

El otro cortometraje español, Decorado, del animador y dibujante gallego Alberto Vázquez, se presenta en la Quincena de realizadores, y es un trabajo meta-cinematográfico sobre el mundo como representación y decorado, con nosotros (encarnados en los personajes del incómodo escenario del cortometraje) como figurantes secundarios de un mundo de ficción. Con una narrativa fragmentada, y jugando con referentes de la cultura pop como las sitcom, los juguetes rotos del show business, y los portales para encontrar pareja a través de internet, Decorado presenta una visión entre amarga, irónica y cínica, bajo una pátina de humor corrosivo, de la existencia en un mundo cargado de renuncias, mentiras, y sin aparente escapatoria posible.

DECORADO_04

Todo es un decorado, parece decirnos Vázquez, pero no hay tramoya, no hay nada más allá de esas paredes de cartón piedra. Si el trabajo de Juanjo Giménez parecía encontrar un camino de esperanza en la desolación laboral y personal, el de Alberto Vázquez se decanta por una visión mucho más negra de la existencia: los personajes, seres condenados a la masturbación como única escapatoria, a la mentira (siempre descubierta) como máscara social y emocional, a la resignación como única creencia posible, son profundamente amargos y desagradables. Por su parte, el dibujo en blanco y negro, deliberadamente esquemático, apunta reminiscencias de un mundo analógico que ya quedó atrás y que será imposible de recuperar: una mala copia de una existencia mejor, pero inalcanzable y tan mentirosa como el decorado en el que habitan los personajes.