(Imagen de cabecera: Through the graves the wind is blowing de Travis Wilkerson)

Alberto Richart (Las Palmas de Gran Canaria)

Un año más, el Festival Internacional de Cine de Las Palmas de Gran Canaria, que ya llega a su 23ª edición, ha convertido la Playa de las Canteras en el singular punto de encuentro de diferentes y variadas culturas. Durante diez días de abril, la capital de la isla atlántica se convierte en la meca de un cine de distinguido sello autoral, que podría entenderse como otro islote en medio de un océano de ofertas comerciales, contra las que compite en su nueva sede en los cines Yelmo Las Arenas. Aquel que se decante por cualquiera de las opciones en la taquilla, se verá sorprendido por películas que, por su sensible apertura al mundo, contrastan con la imagen que corona el póster del festival: un Buster Keaton que ni oye, ni ve, ni habla. En este escenario, tres han sido las obras que más han jugado con límites del documental y la ficción; películas que, expuestas a la manipulación autoral y la autorreflexión, se sitúan en la frontera entre lo real y el artificio.

En la Sección Oficial de Largometrajes, el director estadounidense Travis Wilkerson, afincado por un tiempo con su familia en la ciudad de Split, en Croacia, comienza su película confesando, ante la cámara, que Through the graves the wind is blowing no era la obra que realmente deseaba hacer. Y es que la idea de realizar un film sobre el desmembramiento de la antigua Yugoslavia fue dando lugar a una película-protesta, con visos de ácida comedia negra, sobre un ineficaz detective (el realizador y amigo Ivan Peric) que investiga la muerte de víctimas ficticias de la turismofobia. Así, las visitas de este Sherlock Holmes de pacotilla a escenas de crímenes se alternan con pequeñas lecciones –impartidas por Wilkerson desde la voz en off– sobre las barbaries cometidas en el territorio por la ultraderecha desde la Segunda Guerra Mundial. Lo curioso del caso es que la crítica que formula Wilkerson contra un sistema entregado a un turismo degradante ha conectado con la actualidad del archipiélago canario, protagonista en los noticieros por las recientes manifestaciones contra una industria destructiva. Con un ejemplar acompañamiento musical, duraderas digresiones que recuerdan a la ironía de Radu Jude, y un pequeño experimento con la fisicidad del celuloide, parecería que la película de Wilkerson apuntala demasiados temas para sus poco más de ochenta minutos de duración. Sin embargo, todo está dispuesto con un orden tan impoluto, e incluso extrañamente divertido, que el film –que toma su título de la canción The Partisan de Leonard Cohen– consigue asentar su moraleja sobre la dominación fascista que se encontrarán las futuras generaciones. A través de su thriller en blanco y negro, carente de emoción (como comenta el propio Peric, “el detective no acaba resolviendo nada, pero al menos baila un poco”), Wilkerson ejerce de guía turístico por la ruina, física y moral, de una ciudad llena de contradicciones.

Desde la intimidad de la Sección Oficial de Cortometrajes, la onírica 8, de la francesa Anaïs-Tohé Commaret, rastreó las soledades fantasmagóricas de una comunidad de vecinos de extrarradio unida solamente, y de manera casi subliminal, por la figura de una niña afroamericana en constante huida del aburrimiento. El juego de la niña con elementos de su cotidianeidad hilvana una historia que reúne a un conserje que debe lidiar con la inundación de unos pasillos, un joven motorista, y un trío de chicas adolescentes que se dedican a compartir en streaming sus horas muertas. Sin llegar a ser así, da la sensación de que el corto esté rodado por completo en plano secuencia, dada la fluida continuidad del relato. El número 8 del título, volteado y transmutado al comienzo del film en el símbolo del infinito, podría remitir a la circularidad con la que los protagonistas inscriben otro día más en el calendario sin más emociones que la propia rutina. La fotografía de Nicolas Jardin, que remite a la estética de las videocámaras domésticas, ayuda a reflejar este costumbrismo, que únicamente se evidencia como constructo en un luminoso momento, en el que la imagen estática de una webcam termina cobrando movimiento gracias al seguimiento de unas adolescentes que deciden, finalmente, salir de casa.

De momentos estelares y una energía lúdica también está trufado el cortometraje O filme feliz :), del portugués Duarte Coimbra. El viaje nostálgico de tres jóvenes amigos a la casa donde se crió la familia de uno de ellos está capturado con una rezumante ternura. El realizador se ha reconocido influenciado por la telenovela portuguesa Uma aventura, algo así como una versión lusa de las novelas de Enid Blyton tocada por la incursión en el fantástico de Los Goonies de Richard Donner. No son tan niños los protagonistas de su película, pero sí podría serlo la mirada con la que descubren el mundo de las generaciones pasadas. Se podría decir, incluso, que Gonçalo (Gonçalo Almedia), el heredero de un lugar de recreo sepultado por el polvo, experimenta una revelación identitaria, casi foucaultiana, al encontrar un viejo rollo de celuloide con imágenes de su nacimiento. Su rostro en primer plano, con la cinta de película cortando la pantalla, no es la única imagen memorable, por mágica, del film: el susurro al oído de una abuela a su nieto, o la esparcida secuencia musical, con la que los tres amigos encuentran la felicidad prometida en el título, también participan en un realismo idealizado, con el que Coimbra no teme recurrir a precarios efectos especiales o a una puesta en escena irreal. No es esta una narración seria, y no por ello deja de sentirse menos real. En su secuencia más emotiva, la musical, la cámara encontrada por los protagonistas, que debería grabar en automático, acaba realizando un acercamiento sobre sus cuerpos. Una intervención fantasmal que, nuevamente, pone en evidencia el dispositivo cinematográfico, y que comulga con los propios fantasmas familiares de este cuento, poco terrorífico, de casa encantada. El componente autobiográfico –marcado por la aparición de familiares del director y por la casa en la que él mismo pasaba largos veranos– converge con un sentido de la aventura propio de un síndrome de Peter Pan, justificado por la necesidad de llegar a entablar lazos, hechos de celuloide, con el pasado.