Alberto Richart (Las Palmas de Gran Canaria)

Después de diez días de historias íntimas y personajes memorables, el Festival Internacional de Cine de Las Palmas de Gran Canaria clausuró su 23ª edición con una jornada conmovedora, en la que las emociones se liberaron con cada una de sus últimas proyecciones. Debe ser parte de la condición humana aquello de asimilar las despedidas como algo triste, pero el certamen recordó que, por suerte, el arte no aliviará el sufrimiento, pero sí la soledad.

Si la clausura de un festival suele tener algo de festivo, esto es, en gran medida, gracias al anuncio de su palmarés, y esta vez el Premio Lady Harimaguada de Oro recayó en el largometraje canadiense Matt and Mara de Kazik Radwanski. Tras su paso por la sección Encounters de la Berlinale, su identidad indie y romántica ha acabado enamorando al jurado oficial. La película exhibe una personalidad propia, pero no por ello deja de beber de un legado formado por las comedias neoyorkinas de Woody Allen, los encuentros europeos de la trilogía de Céline y Jessie de Richard Linklater, la visión ácida sobre el amor de (500) días juntos de Marc Webb, y el sentimentalismo contenido de Vidas pasadas de Celine Song. Con todas ellas comparte unos diálogos vibrantes, protagonistas maniáticos, extrañas dinámicas de pareja y largos paseos por una metrópolis arisca.

Radwanski vuelve a contar con Deragh Campbell y Matt Johnson, los actores que protagonizaron su película anterior, Anne at 13,000 Ft., para juntar a dos amigos de la universidad de quienes desconocemos si llegaron a mantener una relación sentimental. Las cosas son muy diferentes ahora para ellos. Mara, casada y con una hija, ha reorientado su carrera de poeta hacia la enseñanza universitaria. Matt, sin embargo, se ha convertido en un escritor de publicación frecuente. Sin embargo, parece que lo que no ha cambiado es la innegable química entre los personajes, que no requiere de un contacto físico para hacerse palpable. La fotografía de Nikolay Michaylov apenas abre una distancia entre su lente y los rostros de los protagonistas. El ritmo de las agitadas discusiones queda naturalizado por el sonido (diegético) de la ciudad y por un influjo musical que llega hasta el guion: la historia parece detenerse cuando Mara, tumbada sobre la alfombra de su salón de estar, escucha con auriculares la nueva composición de su marido. Matt and Mara está repleta de momentos gozosos como este, pero también de interrupciones por montaje que tamizan su romanticismo. Los sentimientos enterrados solo emergen con pequeños e introvertidos destellos, que quedan atrapados, como en Retrato de una mujer en llamas de Céline Sciamma, entre las páginas de un libro. La preciosa historia de Radwanski se percibe delicada, como un suspiro anhelante, y en sintonía con unos tiempos que prestan poco espacio a la liberación del sentimiento.

A una conclusión similar podría llevar la película de animación china Deep Sea. Viaje a las profundidades, vista en la sección Linterna Mágica, dedicada a proyecciones familiares. Más que un salto, la segunda obra animada de Tian Xiao Peng es toda una zambullida al color, que atrae por su apabullante apuesta pictórica, y emociona por su arraigada sensibilidad. Parece que no queda ni un color de la paleta sin usar en la aventura marina de Shenxiu, una niña que busca desesperadamente reconectar con su madre perdida, cuando embarca en un crucero vacacional con sus tíos. La pequeña acaba encontrando un extraño monstruo proveniente de las profundas aguas, que la invita a unirse a una chiflada aventura en una destartalada y frecuentada nave-restaurante, capitaneada por un histriónico cocinero con superpoderes. Desde el motivo de la niña perdida, hasta la aparición de fantasmagóricos seres en un mundo onírico, Deep Sea se encuentra en el lugar correcto: su épica navega con el catalejo apuntando al mejor estudio Ghibli, y decide hermanarse directamente con El viaje de Chihiro de Hayao Miyazaki. De ella se desprenden lecciones de dolor, culpabilidad y resiliencia, aunque su gran atributo reside en su parte técnica. Con un gran juego de luces, su combinación de animación digital y un estilo tradicional de acuarela oriental es la que define la cinta como un verdadero tesoro, de los que se esconden en las profundidades del mar.

Otra apuesta por la emotividad, esta vez enfocada desde la nostalgia, llegó de la mano del segundo largometraje de Domingo J. González. El documental Una casa en el pueblo, programado en la sección Canarias Cinema, parte y llega a lugares muy similares a los de La casa de Álex Montoya, sobre la muerte de una figura patriarcal y el abandono de legados familiares. Pero sus medios no podían ser más diferentes. González combina antiguas grabaciones domésticas con imágenes y entrevistas rodadas en la actualidad para sopesar los cambios que atraviesa un humilde hogar. Por la casa de veraneo de la familia del cineasta, en un pequeño pueblo en la subida al Teide, llamado Vilaflor de Chasna, han pasado nietos, primos y vecinos. Sus ahora desconchadas paredes han sido testigo de sucesos históricos, así como de estíos en familia trufados de juegos en el patio y polos en el congelador. Ahora que llega el momento de echar el cierre, González abre el álbum de recuerdos y rescata del anodino costumbrismo la historia de una casa y un pueblo por el que han transcurrido personas asombrosas: desde poetas hasta tenores y santos canonizados por Juan Pablo II. La cinta es una carta abierta sobre el amor familiar, el sacrificio de nuestros mayores y el miedo al olvido. Un puzle de retazos de historia que González dedica a su propia descendencia. Aunque su epílogo se antoje algo tosco, por su insistencia en la mera idea del abandono, Una casa en el pueblo está salpicada de buenas ideas en cada uno de sus capítulos. Las conversaciones entre hermanas sobre cabras y braseros, las historias contadas por sus protagonistas, y la sensible despedida multitudinaria de la abuela, con una proyección de sus grabaciones caseras, invitan a aceptar el adiós, pero no el olvido.